lunes, 24 de septiembre de 2012

¿Otro Mesías?

Viernes 22 de junio de 2012

¿OTRO MESÍAS?
Alejandro Cañestro



Si convulso y complejo resulta el siglo XX en el arte, no menos lo fue su centuria precedente, que se inauguraba con un movimiento que se arrastraba desde el siglo XVIII: el Neoclasicismo o, lo que es lo mismo, la vuelta a los valores del Renacimiento romano del siglo XV salvando el desfase cronológico. El mayor representante de los neoclásicos franceses fue Jacques Louis David (1748-1825), un pintor al servicio de la Revolución Francesa aunque posteriormente se haría afecto al régimen de Napoleón Bonaparte –“poderoso caballero es don dinero”–, a quien retratará incansablemente, siendo uno de los cuadros más famosos el que retrata al militar en su despacho de las Tullerías con la mano en el pecho, de pie, vestido de blanco. El arte en este momento se pone más que nunca al servicio de un régimen o de una idea representativa, que es símbolo elocuente tanto de su creador como de quien lo encargó, quién sabe si a mayor gloria de sí mismo. Obras tan conocidas como la coronación del “imperator” son fiel reflejo no sólo de las inclinaciones religiosas de Napoleón sino también de su corte, pues él mismo consideraba que Dios lo había designado como el nuevo salvador, por lo que lo más normal del mundo era que lo coronase el vicario de Cristo en la Tierra, o sea, el Papa de Roma. A la serenidad clasicista de David le seguirá el romántico Antoine Jean Gros (1771-1835), romántico no por su historial sentimental –¿o sí?– si no por encarnar de manera ejemplar los postulados del Romanticismo, un estilo mucho más íntimo, más tendente incluso hacia lo dramático o lo teatral, como si se quisiera disparar el último cartucho del Barroco más exuberante. Y en medio de este panorama surge la figura del barón Gros –varón y barón, él pensaba que lo tenía todo para ser feliz–, que se erigió como el pintor oficial de las hazañas del emperador francés. Representado de mil maneras distintas, sin duda la más llamativa es aquella en que aparece en las campañas de Egipto pues, de la misma forma que Cristo curaba a los enfermos al tocarlos, Napoleón introduce sus divinas falanges en las llagas de los apestados de Jaffa para sanarlos. Lo que no sabemos es si se creía Cristo o el paracetamol de la época.

No hay comentarios:

Publicar un comentario