¿OTRO MESÍAS?
Alejandro Cañestro
Si convulso y complejo resulta el
siglo XX en el arte, no menos lo fue su centuria precedente, que se inauguraba
con un movimiento que se arrastraba desde el siglo XVIII: el Neoclasicismo o,
lo que es lo mismo, la vuelta a los valores del Renacimiento romano del siglo
XV salvando el desfase cronológico. El mayor representante de los neoclásicos
franceses fue Jacques Louis David (1748-1825), un pintor al servicio de la Revolución Francesa
aunque posteriormente se haría afecto al régimen de Napoleón Bonaparte
–“poderoso caballero es don dinero”–, a quien retratará incansablemente, siendo
uno de los cuadros más famosos el que retrata al militar en su despacho de las
Tullerías con la mano en el pecho, de pie, vestido de blanco. El arte en este
momento se pone más que nunca al servicio de un régimen o de una idea
representativa, que es símbolo elocuente tanto de su creador como de quien lo
encargó, quién sabe si a mayor gloria de sí mismo. Obras tan conocidas como la
coronación del “imperator” son fiel reflejo no sólo de las inclinaciones
religiosas de Napoleón sino también de su corte, pues él mismo consideraba que
Dios lo había designado como el nuevo salvador, por lo que lo más normal del
mundo era que lo coronase el vicario de Cristo en la Tierra, o sea, el Papa de
Roma. A la serenidad clasicista de David le seguirá el romántico Antoine Jean
Gros (1771-1835), romántico no por su historial sentimental –¿o sí?– si no por
encarnar de manera ejemplar los postulados del Romanticismo, un estilo mucho
más íntimo, más tendente incluso hacia lo dramático o lo teatral, como si se
quisiera disparar el último cartucho del Barroco más exuberante. Y en medio de
este panorama surge la figura del barón Gros –varón y barón, él pensaba que lo
tenía todo para ser feliz–, que se erigió como el pintor oficial de las hazañas
del emperador francés. Representado de mil maneras distintas, sin duda la más
llamativa es aquella en que aparece en las campañas de Egipto pues, de la misma
forma que Cristo curaba a los enfermos al tocarlos, Napoleón introduce sus
divinas falanges en las llagas de los apestados de Jaffa para sanarlos. Lo que
no sabemos es si se creía Cristo o el paracetamol de la época.
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