GOLPE EN LA QUINTA AVENIDA
Alejandro Cañestro
El Surrealismo fue lanzado en
1922 en París por un grupo de escritores y artistas descontentos con la
anarquía que reinaba en el arte, especialmente con los dadaístas, como Duchamp
y Man Ray, pues ellos se habían alejado mucho de lo académico y lo oficial.
Pretendían la difícil misión de hallar un punto medio entre lo racional y lo
irracional, se dejaban llevar por los sueños y las teorías de Freud, pintaban
aquello que menos sentido tenía. Y en medio de ese caos aparece una figura:
Salvador Dalí, personaje surrealista por excelencia, en el que el erotismo
–junto al gusto por los alimentos entre duros y blandos, el mismo estado en que
quedó Dalí tras el primer encuentro con su mujer– adquiere un papel muy relevante,
fruto de su amor por Gala, “la mujer que aceptó prestarse a mis fantasías
eróticas”. Se ve que Dalí se aprendió bien ese refrán castizo que dice que
“Amor y pesetas, y lo demás son puñetas” e hizo buena gala de ello –nunca mejor
dicho– a lo largo de toda su vida. A pesar de que hubo otros grandes nombres
asociados a este movimiento surrealista como Joan Miró o Julio González, el que
más ha trascendido, tal vez por ser el más polémico y excéntrico, ha sido Dalí,
un auténtico genio, un verdadero pintor de sueños, cuyos cuadros tenían títulos
imposibles –“La miel es más dulce que la sangre”, “Alrededores de la ciudad
paranoico-crítica” o “El enigma sin fin”. De pequeño quiso ser cocinera,
insistiendo en el término femenino, mientras que a los 7 años ansiaba ser
Napoleón I. A partir de entonces, su ambición no dejó de crecer, igual que su
delirio de grandeza, llegando a declarar que “sólo quiero ser Dalí y nadie
más”. El catalán sabía cuál era su estatus y buena prueba de ello es esta
famosa anécdota: estaba el pintor paseando por la Quinta Avenida de Nueva York
cuando se le ocurrió golpear con su bastón –que llevaba empuñadura de metal– la
luna de un escaparate. El dueño del negocio salió horrorizado y llamó a la
policía. El genio de los bigotes afilados expresó: “¿Pero Vd. sabe quién soy
yo? Yo soy Dalí”. Y acto seguido comenzó a estampar su firma en los fragmentos
de cristal que había esparcidos por el suelo. Todo un golpe.
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